La actualísima interrupción de Felipe (P. Miguel A. Fuentes, IVE)

cristo-icono2Durante la Última Cena, Felipe interrumpió a Jesús con un pedido que dio pie a que el Señor tocara algunos temas que no había encarado nunca, al menos de ese modo. De estos, solo quiero aludir a un par de frases: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,15-21).

(i) Jesús promete un don que pedirá al Padre para nosotros, y lo llama “otro Paráclito”, que significa Abogado; y también “Espíritu de la verdad”. “Paráclito” (parákletos) significa etimológicamente “el que es llamado al lado de uno”; por tanto, tiene el sentido de “el ayudador” o “asistente”, “el consejero”, también “el mediador”. Se usaba en las cortes de justicia para indicar a un asistente legal, un defensor, un abogado; por eso tiene el sentido del que aboga por la causa de otro, un intercesor. Aquí Jesús lo designa como “otro Ayudador”, porque el primero es Él mismo, quien continúa esa misión en el cielo, como dice san Juan en su primera carta (1Jn 2,1): es abogado nuestro ante el Padre. El Espíritu Santo se asocia en esta tarea de “Valedor” nuestro. Y añade que esto será así de ahora en más: “estará con nosotros “para siempre”.

(ii) Lo llama también “tò pneūma tēs aletheías”, Espíritu de la verdad, expresión que, al margen de todas las implicaciones que los exégetas sacan del concepto de “verdad” en san Juan, indudablemente quiere decir aquí que el Espíritu Santo tiene una misión docente, como dirá Jesús con toda claridad un poco más adelante: “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (14,26). La verdad que lleva a plenitud la persona del Espíritu divino es principalmente la verdad sobre el mismo Jesús y, en segundo lugar, la comprensión adecuada de todas sus enseñanzas, muchas de las cuales fueron pronunciadas por el Maestro sabiendo que por el momento no las entenderían sus oyentes; así durante el lavatorio de los pies (Jn 13,7: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde”), o cuando les habla de su relación con el Padre y con sus mismos discípulos remitiendo para un tiempo futuro la comprensión de la misma (Jn 14,20: “Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros”). Será, precisamente, la acción del Espíritu Santo la que tendrá como efecto llevar a ese entendimiento cabal.

(iii) Pero vamos más allá. Jesús añade inmediatamente que el mundo “no puede recibir” este Espíritu. “Porque no le ve ni le conoce”. Resulta claro que para san Juan las tres acciones tienen una correlación: recibir, ver y conocer. Para recibir hace falta conocer y ver lo que se recibe. El verbo griego “lambano” se traduce por tomar, tener o recibir. El “mundo”, que aquí Juan menciona en sentido peyorativo, es incapaz de entrar en posesión del Espíritu de la verdad porque tiene una natural incompatibilidad con la Verdad. El mundo es, precisamente, espíritu de mentira, de apariencia, de exterioridad. La Verdad no puede ser su objeto; si la aceptase dejaría de ser lo que es: un volcarse hacia lo mudable, lo tornadizo, hacia la nebulosidad de lo indefinido, de lo que no se sabe si es una cosa o la otra o, incluso, su contraria. El espíritu del mundo es esencialmente espíritu de confusión. Hacia el Espíritu de la Verdad experimenta una alergia instintiva.

(iv) Esa incompatibilidad entre el mundo y el Espíritu se transmite también hacia Jesús: “dentro de poco el mundo ya no me verá”. No será porque Jesús no esté; al contrario: “vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis”. No se refiere, el Señor, a su “invisibilidad” en razón de su resurrección y ascensión a los cielos, sino a que el mismo Cristo se volverá absolutamente incomprensible para el mundo. Creo que estas palabras se pueden entender incluso de la Cruz. El mundo ve la Cruz y a Cristo en ella. No puede no verla. Quisiera no verla, pero está allí ante sus ojos; inmóvil e inamovible. Pero el mundo no entiende qué es eso. Es un Sinsentido. No entiende lo que ve, que es peor que no ver. Porque el ciego no ve, pero percibe la realidad de otros modos. El mundo experimenta hacia el misterio de Cristo, que se revela plenamente en la Cruz, una contradicción insoportable. Todo lo que el espíritu del mundo considera valioso está allí contradicho; todo lo que para el mundo es verdad, está allí proclamado y demostrado como una gigantesca mentira; todo lo que el mundo llama bien, está allí tachado de mal; y todo lo que él llama mal, está allí proclamado como bien supremo. Jesús está allí, ante el mundo, pero el mundo no puede percibirlo.

(v) Con el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús pasa a tener otra relación con sus discípulos y con todos los que lo siguen. Es principalmente espiritual. Por eso su contacto también está lleno de entendimiento: nos hace comprender que Él está en el Padre, y nosotros en Él y Él en nosotros. Es la mutua inmanencia del Padre y del Hijo, pero también de Ellos en nosotros y de nosotros en Ellos. Pero esto exige una condición moral, un estado de parte del hombre, que es la rectitud del corazón respecto de la Ley de Dios. De ahí que la frase que corona esta perícopa no esté descolgada; todo lo contrario: “el que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él”. He traducido “tener los mandamientos”. El sustantivo griego “entolé” se traduce por mandamiento, orden, prescripción autoritativa, ley. Y el verbo “ejo” significa estimar, conservar, guardar, mantener. Jesús no habla ahora de conocer ni de ver, sino de amar. Pero es obvio que busca establecer una contraposición con lo que antes afirmó del mundo. No hacía falta decir que el mundo no ama ni puede amar al Espíritu (Santo), puesto que ni siquiera puede comprenderlo. No se puede amar lo que no se conoce de algún modo. Y resulta claro que el conocimiento es requisito para el amor, que es el que consuma el dinamismo psicológico de la creatura racional. En este caso, en cambio, hubiera quedado trunco decir simplemente que el cumplimiento de sus mandamientos implica el conocimiento de Cristo, porque este conocimiento tiende al amor. Jesús habla, pues, del hecho consumado: todo apunta a un misterio de amor entre el hombre y Dios, y Dios y el hombre. Y Jesús centra todo en la relación que el hombre guarde respecto de sus mandamientos. Resulta así que los mandamientos (la ley de Cristo) no es algo que se impone al hombre desde fuera (como entiende el legalismo; no solo el de hace unos siglos atrás, sino el que está renaciendo en nuestros días, a pesar de que se presente como anti-legalismo) sino desde el interior del hombre, como el modo en que conocemos y amamos a Cristo y entramos en el dinamismo del amor divino. ¡Qué actuales suenan estas palabras en este tiempo en que han vuelto a ponerse sobre el tapete las enmohecidas teorías que contraponían la ley y la libertad, la ley y la gracia, la ley y la conciencia, entendiendo la ley sobre el modelo de las leyes humanas, empujando inexorablemente a dar un respiro al hombre a través de su presunta conciencia “creativa” (o sea, la que se autojustifica con subterfugios aun cuando obra contra la ley)! “La ley no puede contemplar todos los casos; la ley es por su misma naturaleza incompleta, incapaz de abarcar todas las situaciones…” Pero Cristo no parece decir nada de esto. Esa, de la que hablan los anomistas y los situacionistas, no parece ser la ley de la que habla Jesús, quien somete la relación del hombre con Dios a un cumplimiento de “su” ley sin aclaraciones, sin restricciones, sin achiques y sin distinguir situaciones. Porque la ley de Cristo no es como la ley de los hombres (que es la que toman de modelo los malos moralistas cuando quieren hablar de la ley de Dios). La ley de Cristo es la misma gracia interior, que al mismo tiempo marca el ideal y da la fuerza interior para tender realmente a él (o sea, que no admite, pues, dialécticas entre el ideal y lo realizable, pues la gracia hace realizable el ideal; ni tampoco consiente hacer la chicana de hacernos creer que tendemos al ideal cristiano por el mero hecho de tenerlo afectivamente presente en los sentimientos, como un deseo veleidoso, mientras obramos de tal manera que lo contradecimos; ¿no podríamos parafrasear a Santiago diciendo: “muéstrame tu ideal con tus hechos que yo con mis hechos te mostraré mi ideal”?). Y esto incluso cuando exige el heroísmo y el martirio; pues precisamente la gracia es gracia para ser, en el mundo, testigos de la acción divina de Dios sobre el hombre. Gracia que moldea santos, hijos de Dios, mártires, testigos, varones y mujeres cabales.

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

8-XII-2016

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