Conferencia del P. Miguel Ángel Fuentes, en la XXVIII Jornada de las Familias, San Rafael, Mendoza, 24 de noviembre de 2024 (Solemnidad de Cristo Rey). Durante esta Jornada, la conferencia plenaria estuvo a cargo del P. Miguel Fuentes, y trató sobre la situación del matrimonio y de la familia en la hora actual. El momento que estamos atravesando a nivel mundial es verdaderamente muy difícil, en todos los campos, político, educativo, religioso, social. La batalla se está concentrando particularmente sobre la familia y sobre el matrimonio, que es su núcleo y su garante. Hay muchos poderes interesados en «cargarse» la familia en el sentido tradicional del término (porque ni siquiera el concepto se mantiene ya). A continuación ofrezco el texto y el video de la conferencia.
(Si alguno no visualiza el video, puede acceder a él con este enlace: VIDEO)
P. Miguel Ángel Fuentes
El matrimonio cristiano en la hora actual
Jornada de las Familias, San Rafael, 24 de noviembre de 2024
No sé si todos ustedes son conscientes de la gravedad del momento que estamos atravesando. No es “difícil” sino “muy grave”. Los antiguos tenían un axioma: “motus in fine velocior”, el movimiento se acelera cuando se acerca al final. No tiene ningún sentido especular cuán cerca o lejos estamos del fin de la Historia; todos los que lo hicieron se equivocaron y Jesucristo dijo que esa verdad solo la conoce Dios Padre. Pero también dijo que debemos estar siempre preparados, tanto en el plano personal, porque cada uno deberá presentarse ante el tribunal de Dios de aquí a poco (Lc 12,20: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma!”); y también en el orden social, porque el Día del Retorno de Cristo, o Parusía, tendrá, según el mismo Señor, una característica muy clara: “Estad también vosotros preparados, porque cuando menos lo penséis, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12,40). Así que si alguno de nosotros piensa que es muy improbable que venga hoy, le recuerdo que entonces hoy mismo se está cumpliendo esta profecía y no debería extrañarnos si ni siquiera me da tiempo a terminar mi conferencia.
Dejando, pues, de lado la cuestión de cuánto falta para que se acabe el mundo, lo que quiero destacar es que es inobjetable que el momento actual es muy malo. Pensar lo contrario es estar ciegos; ignorarlo o hacer como si no nos incumbiera, es ser muy necios.
Van mal las cosas en el plano político internacional y nacional, donde la política parece haberse reducido a economía. ¿Se dan cuenta que casi toda la preocupación de nuestros políticos tiene que ver con la economía? ¡Y a menudo la nuestra también! ¡Al menos en gran medida! Claro que hay problemas económicos, pero la economía es solo una parte, y no la mayor, del arte de gobernar. Hoy parece no haber virtudes políticas, ni conciencia social, ni búsqueda del bien común; y ni siquiera se sabe qué es el bien común, ni se habla de él, salvo para decir pavadas. Es decir, no hay política. Todo es mercado. El nuestro y la mayoría de los gobiernos, son gobiernos de mercaderes y las decisiones políticas y sociales se juzgan en perspectiva fundamentalmente económica y mercantil. Y cuando sucede esto, el horizonte en el que nos movemos es el que corresponde al vicio de la avaricia, del interés por el dinero, por el tener, por el consumir, o en algunos casos por el sobrevivir…
Ni qué hablar del plano educativo y social, con el problema realmente grave de la tergiversación de la historia y de la realidad. Sobre todo por la tremenda tragedia que significa la ideología de género, la campaña irrefrenable a favor del reconocimiento de la homosexualidad, de la bisexualidad, de la intersexualidad o, simplemente, de la sexualidad líquida, como la llaman algunos, y toda la parafernalia que hay en este plano y que ha copado los medios de comunicación, el poder, la legislación, la medicina, la psiquiatría, la cultura… y que va sobre todo a por los niños y adolescentes. Quieren cambiar la cabeza de los niños y de los jóvenes, que son las más maleables, porque cambiada la cabeza, el corazón se pudre fácil y rápido. Y cuentan para esto con un poder económico y de propaganda asombroso, hasta el punto de haber puesto la mayoría de los organismos mundiales al servicio de esta lucha. Y, además, con la connivencia de la mayoría de los poderes políticos y judiciales, a quienes importa nada el hombre real.
En lo religioso estamos también muy mal; quizá peor. Aumentan las prácticas que mezclan elementos mágicos, energías, invocaciones a fuerzas que no se sabe bien qué son o de dónde vienen, pero que a menudo abren puertas a lo preternatural, o sea a lo diabólico. El ocultismo está hoy muy de moda, aunque busca disfrazarse de ropaje con apariencias de ciencia. Piensen, por ejemplo, en el reiki, en la terapia Gestalt, el yoga, las constelaciones familiares, las clases de mandala, la biodecodificación, el mindfulness, la meditación espiral, etc. En la catequesis del 25 de setiembre de este año, el Papa dijo: “Nuestro mundo tecnológico y secularizado está repleto de magos, ocultismo, espiritismo, astrólogos, vendedores de amuletos y hechizos y, por desgracia, de verdaderas sectas satánicas. Expulsado por la puerta, el diablo ha vuelto a entrar, podría decirse, por la ventana. Expulsado con la fe, vuelve a entrar con la superstición. Y si eres supersticioso, inconscientemente estás dialogando con el diablo”. Los casos de infestación diabólica han aumentado enormemente en las últimas décadas, dicen muy serios exorcistas. Y uno de los principales de Argentina ha dicho, no hace tanto, que la mayoría de los casos que ha tenido han comenzado por el reiki y las llamadas constelaciones familiares… es decir, por esas cosas que tantos ven como inocuas… si es que no las han practicado ya. ¡Cuántos niños y jóvenes realizan verdaderas prácticas ocultistas en los recreos de sus escuelas o en sus casas por medio de internet, en las redes sociales o en esas trampas cazabobos que son los celulares… que a menudo le regalan sus propios padres (que, por otro lado, los quieren sinceramente mucho)!
Y dentro de la Iglesia católica no estamos mejor. Estamos también recontra mal. No es mi intención hablar de este tema, pero sé que a casi ninguno de ustedes les es ajena la gravísima crisis que estamos atravesando porque es una noticia que está en los oídos de todos desde hace ya varios años. Europa ha perdido la fe. No toda Europa, pero gran parte de ella. En países como Alemania, Bélgica, Países Bajos, Austria… la mayoría de los pastores (sacerdotes y obispos) no tienen una mente católica; y a veces ni aguadamente cristiana. Sostienen, quieren y luchan para que la Iglesia apruebe las relaciones homosexuales, la licitud del divorcio y del adulterio, la ordenación de mujeres, la abolición del pecado, los cambios de sexo, el aborto, la eutanasia, el dar la comunión al que practica el pecado y no se arrepiente de él. Tienen otra idea de los sacramentos, de la Eucaristía, de la Misa… Quieren, para decirlo en pocas palabras, que la Iglesia se convierta al Mundo; que el Evangelio sea leído según la mentalidad materialista y relativista moderna; quieren una Iglesia vacía del Evangelio, de la Cruz, de la Conversión… No estoy acusando a nadie en particular, porque, si hay algo que hoy no hace falta es acusar a nadie, ya que estas cosas se dicen abiertamente. Hasta hace un tiempo, los que pensaban de este modo hablaban sibilinamente, mostrando las uñas apenas un poco, para luego esconderlas rápidamente. Tenían miedo de que los refutaran, los castigaran y los declararan herejes. Hoy no. Ya han probado que pueden proclamar cualquier cosa, que casi nadie les va a decir nada; ni de arriba, ni del costado, ni de abajo; es decir, ni sus superiores, ni sus iguales ni sus súbditos… Para dar un solo ejemplo, hace unos pocos días Magnus Striet, uno de los dos teólogos de referencia de la Conferencia Episcopal Alemana y el encargado de redactar las nuevas normas morales sexuales, ha declarado públicamente que ya no cree en el dogma de la Encarnación ni en el de la Redención; o sea, que es un pagano; o peor, un apóstata… pero sigue, hasta el momento, llamándose teólogo y profesor de Teología Fundamental y Antropología Filosófica en la universidad de Friburgo y, por supuesto, cobrando sueldo con impuestos religiosos de los católicos alemanes que, si deciden dejar de pagar, quedarán excomulgados y no podrán recibir ni los sacramentos ni sepultura eclesiástica… (Gaudium Press, 14/11/2024). ¡Cómo se parece esto a lo que el libro de los Macabeos llama “la abominación de la desolación”!
En honor a la verdad, debemos decir que hoy, como en todos los momentos críticos de la historia de la Iglesia, hay campeones de la fe, que hablan claro y con valor… Pero en nuestro tiempo es más fácil silenciarlos, ahogarlos, ningunearlos (como ahora se dice), ridiculizarlos y pasearlos por los medios como si fuesen locos, delirantes y fanáticos… Hoy estamos en el tiempo de la cultura woke, de la cancelación, de la supresión. Más aún, estamos pasando a una nueva etapa: la de la censura abierta de parte de los dueños de la información y de los medios sociales… Si dices la verdad sobre algunos temas particulares que son contrarios a la actual línea cultural, Facebook te censura, lo mismo hace Youtube, Amazon retira tus libros, te echan de tu Universidad, del trabajo, no permiten que te recibas si eres estudiante; no puedes ejercer tu profesión si eres maestro, profesor, médico, etc… Si no piensas como ellos, vas preso; por ahora te ponen una mordaza, y la cárcel está cada vez más cerca, como ya ocurre en algunos lugares como Canadá. Varios poderosos están pidiendo que esto se haga de modo oficial y se universalice.
Les aseguro que no pasa un día que no se me vengan a la cabeza aquellas palabras de Nuestro Señor: “si aquellos días (los de la gran tribulación) no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán esos días” (Mt 24,22). No se refería Jesús a tribulaciones del cuerpo, guerras, persecuciones, tormentos, hambrunas, diluvios, terremotos… sino del alma: confusiones doctrinales, extravíos religiosos, embrollos morales, ofuscaciones de todo tipo. En efecto, sus palabras siguen así: “Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes signos y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. Os dirán: «¡Ved, ahí está el Cristo!» No les creáis. ¡Mirad que os lo he predicho!” (Mt 24,23-25).
Pero no nos quedemos con este cuadro, aunque no lo perdamos de vista. Jesús, en esas palabras que acabo de citar, nos ha dado un motivo de gran esperanza. Él menciona “el amor de los elegidos”; por amor de ellos se abreviarán esos días, dice; con mucha más razón no permitirá que la corriente del error y del mal se los trague. Su gracia está presente y actúa poderosamente. Y cuando la gracia de Dios obra, los tiempos malos, sin dejar de ser malos o muy malos, se tornan salvíficos y gloriosos.
Porque todo tiempo, cuando Dios se hace presente, se convierte en un kairós. Los antiguos griegos tenían dos palabras diferentes para referirse al tiempo. Una era jronos, de la que se derivan cronómetro, crónica, cronología; esta designa el tiempo como mero momento, transcurrir. Según el jronos, hoy es 24 de noviembre de 2024. La otra palabra es kairós, que indica un tiempo de gracia, un tiempo en que Dios interviene en la historia para bien de los hombres. Según el kairos, hoy para algunos de nosotros quizá sea el momento de nuestra conversión, de nuestro despertar a la fe, el día y la hora en que Dios nos toca el corazón y nos convierte en hombres y mujeres nuevos. Si alguno de ustedes siente en este día que debería confesarse, que tendría que ser mejor católico, que tendría que dar un paso adelante en la forma en que vive la fe y la caridad, que tiene que salir de la mediocridad y buscar la santidad en serio, que debe comprometerse en algo grande por Dios, que quizá Dios lo está llamado a seguirlo más de cerca…, entonces no recordará más adelante este día como “el 24 de noviembre de 2024”, sino como “aquel día”; “el día”; “aquel dichoso día”. O sea, como un kairós,
Del mismo modo, si miramos la época en que vivimos como jronos, corresponderá a la descripción que hice hace unos momentos: oscura, confusa, temible. Si la miramos, en cambio, como kairós, la veremos como el día de la batalla en la que Nuestro Señor Jesucristo nos hizo el honor de permitirnos cabalgar a su lado. Cada uno de nosotros decide con qué ojos mira el espacio y el tiempo que le ha tocado en suerte vivir.
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La mayoría de ustedes tienen vocación matrimonial, y por eso nos hemos reunido en una Jornada de las Familias y en la Fiesta de nuestra Tercera Orden, el día de Cristo Rey. Están, por tanto, casados o tienen en vista hacerlo en algún momento futuro. Y su principal tesoro son o serán sus hijos. Sepan, pues, que están en el centro de la tormenta. “La batalla final entre el Señor y el reino de Satanás será acerca del matrimonio y de la familia”, le escribió sor Lucía de Fátima en una esquelita a mi querido maestro y director de tesis, el difunto mons. Carlo Cafarra, después cardenal y gran testigo de la fe católica. Esa carta se encuentra actualmente en los Archivos del Instituto Giovanni Paolo II, de Roma. Hoy van a por la familia. Y para esto primero hay que “cargarse” el matrimonio, para usar la expresión recogida en el Diccionario de la Real Academia Española: cargarse un hombre significa eliminarlo. Hoy quieren cargarse el matrimonio, porque, suprimido este, se habrán cargado la familia entera, incluidos los hijos que son, en algunos casos, las víctimas colaterales de esta catástrofe, y, en otros, son sus objetivos principales.
Muchos de nosotros hemos sido, a lo largo de las últimas décadas, testigos de varias batallas contra el matrimonio, que han ido introduciendo leyes haciendo cada vez más fácil el divorcio en el mundo y en nuestra Patria. Mientras más sencillo es el divorcio, más light es el matrimonio; cuando el divorcio sea un trámite tan fácil como renovar el carnet de conducir, el matrimonio tendrá el mismo valor que un licuado de banana. Precisamente en este momento se ha propuesto un proyecto que pretende que para divorciarse ni siquiera sea necesaria la intervención de abogados y jueces; basta con que los esposos, de modo consensuado, comuniquen su decisión al Registro civil. ¿Saben por qué traigo a colación este hecho? Porque lo que más me ha chocado, lo que veo como un signo de los tiempos, no es el grado de descomposición de la justicia y de la política… sino el silencio de la sociedad, sobre todo el de la sociedad católica. Porque cuando alguien se vuelve indiferente ante la muerte demuestra que lleva dentro algo muerto: el alma. ¿Somos católicos y argentinos, o empleados de una inmensa morgue que hace un tiempo se llamaba Argentina, acostumbrados ya a no llorar ni a los muertos?
Tenemos que reaccionar. Comenzando por tomar el toro por las astas en la defensa de nuestras familias. Y como ya dije que la familia no se salva si no se salva el matrimonio que la origina, entonces hay que salvar el matrimonio. Hay que volver a tomar conciencia de lo que significa este sacramento y de las condiciones indispensables para que sea posible.
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Para saber qué es este sacramento no tenemos más que leer el Catecismo. Ese Catecismo que algunos obispos europeos, incluidos algunos cardenales, están pidiendo que cambie. No estoy revelando ningún secreto. Los que piden esto, lo declaran repetidamente y sin tapujos a cuanto periodista les acerque un micrófono. Pero el Catecismo del que hablan es aquel que Juan Pablo II declaró en la Constitución Apostólica “Fidei depositum” con que lo promulgó el 11 de octubre de 1992, como “norma segura para la enseñanza de la fe”, y lo encomendó a los pastores de la Iglesia y a los fieles pidiéndoles que “lo reciban con espíritu de comunión y lo utilicen constantemente cuando realizan su misión de anunciar la fe y llamar a la vida evangélica”; y del que dijo que “lo daba para que sirva de texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica”.
Pues, bien, pasando a vuelo de pájaro sobre los textos del Catecismo relativos al matrimonio, me gustaría recordar algunos. Allí se nos dice del matrimonio:
- Que es un consorcio de un varón con una mujer (parece mentira que tenga que decir esto, pero hoy en día es una afirmación casi subversiva) para toda la vida, ordenado por su misma naturaleza al bien de los cónyuges y a la generación de los hijos (cf. n. 1601).
- Que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro; que las palabras del Génesis (“Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”) significa una unión indefectible de sus dos vidas (n. 1605). Si alguno necesita buscar “indefectible” en el Diccionario, le ahorro el trabajo; significa: “Que no puede faltar o dejar de ser”. No puede dejar de ser… Una vez que empieza debe continuar para siempre. También en la boda lo han escuchado: en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad… hasta que la muerte los separe. Frase que siempre termina con un “sí” y una sonrisa de oreja a oreja por parte de los contrayentes… pero que unos años o meses más tarde, para algunos parece que hubiese sido pronunciada en chino mandarín.
- Que Jesucristo vino a restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado original otorgando a todo matrimonio la gracia que es fruto de su Cruz (n. 1615), convirtiendo el Matrimonio cristiano en signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia, verdadero sacramento de la Nueva Alianza (nn. 1616-1617).
- Que el vínculo matrimonial entre bautizados, una vez celebrado y consumado el matrimonio, no puede ser disuelto jamás y que la Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina (n. 1640). ¡No tiene poder! Por tanto, los que piden que pueda disolverse el vínculo sacramental en algunos casos (y hay teólogos y pastores que lo hacen) lo que piden es que la Iglesia usurpe un poder divino. O sea, lo que sugirió a Eva la Serpiente del Paraíso, esa que san Juan en el Apocalipsis identifica con Satanás.
- Que el matrimonio goza, de parte de Cristo, de una gracia especial, que ayuda a los cónyuges a santificarse, a superar las dificultades, a resolver los problemas que surgen inevitablemente en la vida humana, a amarse sobrenaturalmente, a vivir uno por el otro… (n. 1641-1642). Pero claro, para tener esa gracia, HAY QUE ESTAR EN GRACIA. Si un cónyuge, o los dos, no se interesan por vivir en gracia, si están en pecado mortal (y algunos pasan años y hasta toda la vida en pecado mortal), si tienen sus corazones muertos a la vida sobrenatural, ¿cómo van a pretender que Jesucristo los ayude? Si Jesucristo encuentra los corazones cerrados por el pecado, ¿cómo va a ayudarlos en las dificultades?
- Que el matrimonio es indisoluble por su propia naturaleza y por razón del sacramento (n. 1644). Si la Iglesia disolviera el sacramento del matrimonio, el matrimonio transmitiría este mensaje a los hombres: “Dios te ama, aunque no necesariamente te va a amar siempre; quizá en algún momento ya las cosas no den para más y te abandone”. Y este otro: “el Verbo se ha encarnado… pero quizá en algún momento, si las cosas se ponen bravas, se desencarne y rehaga su vida, es decir, sus planes salvíficos; quizá decida rehacerla enangelándose”. Esto no es broma; es tal cual. Está revelado en las palabras de san Pablo: “(el matrimonio entre el hombre y la mujer) es un sacramento (signo) que expresa la relación entre Cristo y su Iglesia” (cf. Ef 5).
- Que “el amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable” (n. 1646). Destaco dos cosas en esta sencilla frase: la fidelidad la exige la misma naturaleza del matrimonio; no es una yapa; no son mejores los matrimonios fieles; son sencillamente los únicos que respetan su esencia. Y dice “inviolable”. Y para que sea inviolable, tiene que ser total: física (todos saben lo que implica), afectiva (cuidando también el corazón y los afectos), visual (“el que mira a una mujer…”; ¡qué tragedia es la pornografía!), y espiritual (¡cuida tus pensamientos!). Por una de estas pequeñas fisuras han terminado reventando tantos diques que parecían de cemento indestructible.
- “Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación” (n. 1652). Estas son palabra textuales del Concilio Vaticano II (GS 48,1) retomadas aquí por el Catecismo. ¡Los hijos! ¡La fecundidad! ¡La sexualidad en el matrimonio! ¡Cuántas miradas al costado se hacen en este terreno! ¡Cuántos, para decirlo con palabras de Pablo VI, separan lo que Dios ha unido y no puede separarse, es decir, unión sexual y apertura a la vida! Cuando Pablo VI decía esto el problema consistía en que muchos querían el sexo pero sin los hijos, y para hacerlo había aparecido en aquel entonces algo que parecía revolucionario y mágico: la píldora anticonceptiva. Era, en efecto, revolucionaria, pero no era mágica. Hoy se ha llegado, como consecuencia del sexo sin hijos, a tener que buscar hijos sin sexo: nuestras discusiones van hoy por las fecundaciones in vitro, los vientres de alquiler y los millones (literalmente millones) de niños congelados en bancos de embriones destinados en su inmensa mayoría, casi con certeza, a la destrucción. Pablo VI, cuando habló del pecado de la anticoncepción en la Humanae vitae —1968— dijo que si la enseñanza constante de la Iglesia, que él estaba simplemente recogiendo en ese documento, no era aceptada, iban a caer sobre la humanidad cuatro grandes males: se iba a abrir un amplio y fácil camino para la infidelidad conyugal; íbamos a ver una degradación general de la moralidad; se perdería el respeto por la mujer; y gobiernos inescrupulosos iban a servirse de estos medios para implementar políticas inhumanas de control de población. No dejó de cumplirse ni una de ellas. Hoy el cuerpo de la mujer es un objeto de comercio, vivimos en una sociedad prostituida, y la carne más barata es la de la mujer; tan barata que muchos ya se han cansado de ella y buscan una carne más selecta: la de los niños (el drama de nuestro tiempo es, en efecto, la pedofilia); la infidelidad parece la norma y no la excepción en algunos países y culturas, y los gobiernos poderosos imponen sus políticas de natalidad, incluido el aborto, a los países más pobres… Pablo VI lo dijo con claridad: todo este veneno estaba encerrado en una simple píldora que explotó como una bomba atómica a mitad del siglo XX.
- El Catecismo también nos recuerda que todo hombre está llamado a la castidad (n. 2338). De manera diversa quien debe vivirla en la vida virginal, quien tiene que vivirla de modo total hasta el matrimonio (los solteros, incluidos los que están de novios, porque el noviazgo bien vivido se vive en castidad); y de otra manera los esposos, que no se abstienen de los actos sexuales sino que los realizan con virtud y apertura a la vida. Pero todos deben vivirla. No es una opción que alegremente y sin consecuencias se puede dejar de lado. Siempre me llamó la atención la fuerza de una frase del Catecismo sobre este tema: “La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (n. 2339). Créanme, después de haber escuchado cientos de desgarradores testimonios de personas que se sienten inmensamente desdichadas por ser esclavas de sus pasiones, y en particular de la lujuria, del alcohol y de la violencia, puedo dar fe de la sabiduría de este párrafo.
- El Catecismo también nos señala las principales ofensas a la castidad. Y enumera con toda claridad: la lujuria, la masturbación, la fornicación, la pornografía, la prostitución, la violación, los actos homosexuales (no así, la mera atracción), la infidelidad conyugal o adulterio, el concubinato, los noviazgos vividos impuramente.
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Hasta aquí, algunas de las principales enseñanzas del Catecismo sobre el matrimonio y la sexualidad, que debemos tener presente. Esto responde a lo primero que señalé, es decir, qué es este sacramento. Lo segundo son las condiciones indispensables para que sea posible vivirlo en plenitud y con felicidad.
La condición para que un matrimonio sea posible (y con esto no quiero decir, que un hombre y una mujer puedan casarse, que eso, dentro de todo es un mero trámite, sino para que duren para siempre —hasta que la muerte los separe— en la aventura que han iniciado juntos)… digo que la condición para sea posible, se resume en algo fácil e expresar: cada uno de los cónyuges debe estar dispuesto a morir por el otro. No morir en caso de que alguien venga con un hacha en la mano y haya que ponerse en medio para salvarle la vida al otro. Sino morir a sí mismo, que es más difícil que ligarse un hachazo en la cabeza, porque esto sucede en un minuto, y lo otro es cosa de todos los días de toda la vida. Elegir mujer tendría que traducirse, para un varón de este modo: “esta es la mujer por la que quiero morir a mí mismo”; y elegir marido, para una mujer debería traducirse: “este es el hombre por el que quiero morir a mí misma”. Porque si no mueren cada uno a sí mismos, no pueden hacer nada duradero. De dos egoísmos, por más agua bendita que le echemos encima, no sacamos un matrimonio, sino ácido muriático, es decir, una realidad ácida y corrosiva. ¿Quieres tener un matrimonio feliz y una familia feliz? ¿Hay alguien que respondería que no? Pues, como supongo que todos responden que sí, les digo cuál es el secreto. O mejor, dejo que lo diga Nuestro Señor Jesucristo a Pedro que le preguntaba: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me hace mi hermano? ¿Hasta siete veces?” Cambien solo hermano por “esposo o esposa”, y hagan esta precisión en la pregunta de Pedro: “¿cuántas veces por día tengo que perdonarlo/a?” Y esta es la respuesta del Señor: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22). Y aclaro que en lenguaje semita “setenta veces siete” no suma cuatrocientos noventa sino que equivale a “todas las veces que te ofenda”, o simplemente, “siempre”. Y esto habría que completarlo con lo que siempre enseñó el mismo Jesús, a saber: “Y tú, además, pide perdón setenta veces siete cada día, si ofendes a tu hermano (esposa/o)”. ¿Alguna otra cosa? Probablemente no. Con esto se solucionan el 99% de las crisis. El 1% restante se arregla con un ramo de flores o una cena romántica.
Vamos a poner todo esto en términos positivos, porque hoy es el Domingo de Cristo Rey, es decir, la Solemnidad de Cristo Triunfante. Jesucristo ha hecho nuevas todas las cosas, o mejor dicho, su Padre a través de Él. Así lo dice el Apocalipsis: “El que está sentado en el trono dijo: Mira que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). En griego suena más conciso, más fuerte y más bonito: καινὰ ποιῶ πάντα (kainà poiȏ pánta). Más fuerte porque kainós no es “nuevo” en el sentido que le damos a este adjetivo cuando decimos, por ejemplo, “guardapolvo nuevo” para referirnos al delantal recién comprado que le ponemos a un niño el primer día de clases, que es “nuevo” porque no está usado, aunque es exactamente igual al que ya le quedó viejo o chico… Eso es nuevo en el sentido de “todavía no usado”, pero no nuevo como “diferente” del viejo. Kainós, en cambio, es nuevo en el sentido de novedoso, algo que no existía antes. El hombre nuevo del que habla san Pablo no es “igual al viejo pero más joven”, sino “distinto”: es espiritual, está transformado, es sobrenatural. Y en el mismo sentido hablamos de nuevo Testamento, ley nueva, tierra nueva y nuevos cielos… Dios cuando toca las cosas las hace mejores, infinitamente superiores. Y aquí dice que con la Encarnación, con la Muerte y Resurrección de Cristo y con su Nueva Ley, Dios Padre, a través de Jesucristo, ha hecho nuevas todas las cosas. Por tanto, también el amor entre el hombre y la mujer, el matrimonio que Jesucristo ha transformado en sacramento y lo ha hecho signo de su propio amor por la Iglesia y por los hombres por quienes se ha entregado. Nuevas son también las fuerzas con las que el hombre y la mujer, renovados por la gracia, se dan el uno al otro, y transforman su egoísmo natural en amor oblativo; nuevo es el modo en que los padres dan vida a sus hijos y los educan, cuando se dejan iluminar por el Evangelio; nueva es la sociedad que nace, o puede llegar a nacer, del seno de las familias en las que Dios es el centro sobre el que giran todos sus miembros y no ya el televisor, los celulares de cada uno de sus miembros o sus preocupaciones personales.
Debemos, y con la gracia de Dios podemos, fundar matrimonios auténticamente cristianos, convencidos de las verdades dogmáticas y morales que expuse hace unos momentos, y también de que estas verdades sobre el matrimonio y la familia, aunque puedan parecer exigentes, quizá mucho para algunos (y ciertamente lo son, porque la cruz es parte de nuestra realidad no solo cristiana sino humana, porque el que no carga con la cruz de Cristo, carga las cruces del mundo que no solo no son más ligeras sino que carecen de esperanza)… digo que debemos estar persuadidos de que estas verdades, aunque difíciles en algún momento, son también liberadoras. Nos hacen libres. Esa es la característica del hombre nuevo, de la ley nueva o evangélica —que el Apóstol Santiago llama “lex libertatis”, ley de libertad e incluso ley de perfecta libertad (St 1,25; 2,12)—, y también del amor y del matrimonio cristiano: son liberadores. Claro, el mundo, cuando escucha “libertad” interpreta “libertinaje”; esta tentación ya la señalaba san Pablo a los Gálatas (Gal 5,13). No es en este sentido. Sino libre para el bien pero no para el mal. Hay lazos, a la ley de Dios; pero estos lazos no ahogan sino que oxigenan el alma. Los mundanos no pueden entender esto. Los que aman sí, dice san Agustín. Nadie que da la vida por los que ama se considera falto de libertad. Solo el libre puede disponer de sí para darse sin medida. Y la gracia, por supuesto, nos ata a los mandamientos de Dios, pero nos libera de las cadenas del vicio, de la decrepitud de las perversiones, de los lazos del demonio, de las mentiras del mundo, del temor de los poderosos, de las ataduras de la avaricia, de los grilletes de las adicciones, y sobre todo de la amenaza de la condenación eterna. En cambio, el que se cree libre porque hace lo que se le da la gana, generalmente no es más que un pobre guiñol manejado por tiranos que no perdonan. Pregunten, si no, al infortunado cautivo del alcohol, de la pornografía, al drogadicto, a la prostituta, al que tiranizan sus celos, sus odios, su doble vida, sus ambiciones terrenas, su avaricia… A estos no hay mandamiento que los aten; sin embargo, son pobres peleles a quienes zarandean, como les da la gana, sus instintos, sus miedos, sus necesidades, sus tendencias de placer y de muerte, que se van mezclando y alternando mientras les consumen la existencia. Por eso decía san Agustín que hay una esclavitud que es, en realidad, libertad (es el sometimiento a la ley de Dios) y hay una libertad que es, en realidad, esclavitud, y esta es la libertad respecto de la ley divina; libertad aparente y verdadera servidumbre.
Luchen, pues, por vivir en gracia. Luchen por cumplir los mandamientos de Dios, por vivir con santidad sus matrimonios, sin egoísmos, con generosidad para traer hijos a este mundo que se va haciendo viejo y estéril, aunque nos mientan diciendo lo contrario. Mediten y vivan el Evangelio. Miren el espejo del Corazón de Cristo. Busquen empaparse de la pureza de la Virgen Madre de Dios. Sean fieles a la Iglesia; no se dejen llevar por el desaliento de los que solo señalan con el dedo los nubarrones que nunca han faltado ni faltarán, ni dejen de aspirar y de mirar al cielo, de donde un día todos veremos venir al que hoy celebramos como Rey, ese Cristo que san Juan describe en el Apocalipsis como el que ya se está viniendo como un rayo.
Muchas gracias.