Con barro en la boca (P. Miguel Ángel Fuentes, IVE)

Es notablemente llamativo cómo ciertos sectores del progresismo están emperrados en que el magisterio de la Iglesia cambie su enseñanza sobre la sexualidad, particularmente sobre la ilicitud de la anticoncepción. Fue muy conocida la campaña del difunto cardenal Martini, quien en uno de sus últimos escritos reconocía jocosamente —con patético sentido del humor— que alguno lo había apodado “cardeal da camisinha” (= el cardenal del preservativo) [Martini, C.M., Coloquios nocturnos en Jerusalén. Conversaciones de Carlo M. Martini con Georg Sporschill, SJ, San Pablo, Madrid, 2008, 148]. Si en Argentina le dicen así a alguien, este te puede llenar la cara de dedos; pero en cuestión de gustos cada uno cocina su propia receta.
En nuestros días están con el mismo berretín muchos obispos alemanes, belgas, suizos y variopintos; sin contar, por supuesto, teólogos, sacerdotes, religiosos y laicos “comprometidos”. Uno que machaca una y otra vez en la misma línea es Vincenzo Paglia, Gran Canciller del Pontificio Instituto «Juan Pablo II» para la Familia, Presidente de la Academia Pontificia para la Vida y Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, tres títulos que nos harían suponer que por oficio tendría que embanderarse en la defensa (por razones antropológicas, éticas y teológicas, se entiende) de la Humanae vitae. Pero él más bien patea en contra, y no a escondidas, por cierto, por lo que no hacemos ningún spoiler como se dice ahora (la RAE recomienda usar “destripe”), porque bien alto lo proclama cada vez que tiene oportunidad (la última en la entrevista concedida a Christopher Lamb en The Tablet, el 10-11-22).
Pero, con sinceridad, no se entiende tanto capricho y bramido. Sesenta años aporreando la misma pared… detrás de la cual no se esconde casi nadie. Porque, seamos sinceros, a Pablo VI (con la Humanae vitae), primero, y a Juan Pablo II (con su Teología del Cuerpo), después, no es que les hayan prestado mucha atención. En su momento Conferencias Episcopales enteras se pusieron en contra, y cuando el magisterio pontificio se mantuvo en sus siete, las principales voces discrepantes se atenuaron un tanto, pero siguieron diciendo lo mismo por lo bajo. Y cuando Juan Pablo II los destripó en la Veritatis splendor dejando al descubierto —y condenando— los errores de fondo de las nuevas teorías morales, sus defensores no cambiaron, sino que se llamaron a cuarteles de invierno esperando nuevas primaveras liberales… que llegaron al fin y al cabo. Por eso, ¿qué cambiaría para los ambientes progresistas y para el mundo mundano que la Iglesia ponga en un papel que se puede hacer libremente lo que de todos modos han venido haciendo abierta e impunemente desde siempre? ¿Quizá que ahora podrían hacerlo sin sentirse en pecado? ¡Pero si no creen en el pecado! ¿Ahora podrían pedir la absolución de sus pecados sin arrepentirse? ¡Pero si no se confiesan! ¿Es que ahora podría comulgar hasta un Herodes que duerme con la mujer de su hermano sin que ningún Bautista se lo eche en cara? ¡Pero si lo hacen igualmente sin mosquearse, y además muchos de ellos ni siquiera creen que Jesús esté presente en la Eucaristía! ¿Acaso así podrían decirles a los muchachos que confiesan impurezas que eso no es pecado, o a los fornicarios que, si se aparean por amor todo está bien, o a quienes ligan con personas de su mismo sexo que, como Dios los hizo así, no deben hacerse drama? ¡Si es lo que ya dicen, enseñan, pregonan y aconsejan! Y a muchos los avalan sus obispos y los justifican sus teólogos.
Por eso no entiendo: quieren cambiar algo que para ellos es, de todos modos, letra muerta. Quieren que el magisterio cambie una doctrina en un papel, a pesar de que a ellos el magisterio los tiene sin cuidado y no creen en la validez de ninguna doctrina. Son anárquicos y relativistas. ¿Para qué quieren documentos? ¿Qué quieren, pues? Quizá me equivoque, pero siempre me viene a la mente la misma idea: solo quieren que la Iglesia dé la razón al mundo; que se ponga de rodillas ante el mundo que Ella, como Noé con su generación, ha condenado con su prédica y actitud de siempre.
Porque Pablo VI habló claro pero —en gran parte por culpa de teólogos y pastores— el mundo no le hizo caso. Y Juan Pablo II volvió sobre lo mismo, y tampoco le hicieron caso. ¿Para qué piden, pues, un documento del magisterio que, por otra parte, vale menos para el mundo que el peso argentino? ¿Para qué quieren que la Iglesia enseñe algo distinto de lo que siempre enseñó? Me viene de nuevo la misma respuesta de antes.
Pero hay algo un poco fastidioso en todo este asunto: Pablo VI, cuando enseñó lo que enseñó, dijo que si no le hacían caso iban a pasar cuatro cosas: la infidelidad conyugal se iba a disparar como pandemia, iba a haber una degradación atroz de la moralidad, el respeto por la mujer se precipitaría en un abismo sin fondo y los gobiernos iban a usar las políticas sexuales como armas de reingeniería social (están en el n. 17 de Humanae vitae). Se cumplieron todas, precisamente porque nadie le hizo caso. Ahora estamos en el fondo de una ciénaga con el agua podrida en la garganta. Tenía razón sobre las consecuencias porque tenía razón sobre las causas.
No le pueden echar la culpa de nada, no estamos así por seguir sus consejos; si pasó, fue por no seguirlos.
Eso sí, los pocos que le hicieron caso son los únicos que no tienen fango en la boca.

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

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4 comentarios:

  1. ¡Excelentes palabras!

  2. Muy bueno como siempre, Pader; muchas gracias!

  3. Excelente, que ganas de llenarles la cara de dedos!!!!

  4. María Isabel Núñez Peralta

    Excelente. Muchas gracias Padre

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